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Las recientes declaraciones del funcionario cubano Roberto Caballero, en las que sugirió que la población debería dejar de consumir papa y arroz como forma de enfrentar la crisis alimentaria, generaron una oleada de críticas, incredulidad e indignación en redes sociales. Entre las reacciones más destacadas se encuentran las de dos humoristas cubanos de gran renombre que, a través de la sátira, desmantelaron el planteamiento oficial.
Aunque el especialista abordó mucho más que esa recomendación, en un país donde millones de personas subsisten con dietas limitadas a lo poco disponible, el comentario fue percibido no como un consejo técnico, sino como una profunda desconexión entre el discurso institucional y la realidad cotidiana.
Uno de los que reaccionó fue Ulises Toirac, quien recordó que durante años el humor en la televisión cubana debía sortear una censura rigurosa para evitar “chistes delicados”. Con ironía mordaz, Toirac contrastó ese pasado con el presente: hoy, afirmó, ya no es necesario hilar fino para que el discurso oficial resulte ofensivo por sí mismo.
Para el humorista, lo verdaderamente insultante no es solo el contenido de la sugerencia, sino el contexto en el que se emite: una crisis alimentaria que “da deseos de llorar”, donde la mayoría de los cubanos no elige qué comer, sino que se aferra a lo poco que aparece. “La gente normal de este país ya no elige su comida. Escogen los privilegiados”, subrayó, resaltando la brecha entre quienes hablan desde la comodidad y quienes hacen malabares para poner algo en la mesa.
Toirac también cuestionó la narrativa de las “costumbres alimentarias”, recordando que Cuba ha sido históricamente un país mestizo y cosmopolita, donde el arroz, la papa y los espaguetis forman parte de la dieta desde hace generaciones. En ese sentido, la exhortación oficial no solo ignora la realidad económica, sino también la memoria cultural del país.
Desde un enfoque diferente, pero igualmente contundente, reaccionó el humorista Jorge Díaz Valera. Con tono sarcástico, manifestó sentirse “avergonzado” por haber consumido durante años alimentos que ahora resultarían “anticulturales”, prometiendo incluso apagar el televisor si aparecía alguien comiendo arroz en pantalla.
Su parodia expone una idea central que ha generado rechazo en la opinión pública: la insinuación de que los problemas alimentarios en Cuba se deben a hábitos erróneos del pueblo y no a la destrucción del sistema productivo, a la falta de insumos, a la inflación y a la precariedad estructural.
Ambas reacciones, aunque llenas de humor, conectan con un sentimiento generalizado en la sociedad cubana: el cansancio ante explicaciones que desplazan la responsabilidad del Estado hacia los ciudadanos.
El humor, una vez más, ha operado como un termómetro social y un espacio de catarsis. No para reír por frivolidad, sino para dejar claro que el problema no radica en lo que come el cubano, sino en la falta de alternativas para alimentarse de manera adecuada.



