Este sábado 22 de noviembre se cumplen tres años de la muerte del cantautor cubano Pablo Milanés en Madrid
Fotos: cortesía del entrevistado
Texto: Michel Hernández
Pablo Milanés madrugaba para cumplir un ritual que le renovaba el aliento. Caminaba el malecón habanero para ver nacer el día y pertenecer a la ciudad en ese instante fugaz. Ese recorrido fue una de las exigencias espirituales que se impuso durante su carrera. En cada amanecer no solo se encontraba consigo mismo, también con Cuba, que para él era lo fundamental.
La decisión de abandonar el país para tratarse médicamente en España fue, sin duda, uno de los trances más duros de su vida. Aun así, Pablo nunca dejó de mirar a Cuba, por muy dolorosa que fuera la distancia y los hechos que observaba desde lejos.
Miguel Núñez, director musical de su banda por más de tres décadas, fue testigo del desgarro que implicó para Pablo dejar su tierra. Aquella tarde, como solo lo hacen los grandes amigos, conversaron largamente y el trovador puso imagen a su dolor con una frase que Miguel no ha podido borrar.
“El día que Pablo tuvo que decidir venir a vivir a España para prolongar su vida con el tratamiento que le pondrían, los amigos fueron a despedirse. Una de las cosas que más me impactó es que estábamos él y yo solos en su cuarto; daba al patio, era como una pequeña biblioteca desde donde se veía una palma. Sufría porque no quería irse a España; no quería dejar Cuba ni moverse de su entorno. Entonces me dice: ‘Tú sabes lo que es tener que separarme de mi palma’. Esa expresión me atravesó por dentro y solo pensaba en lo que me estaba diciendo: el dolor de separarse de su palma. Me dejó vacío. Intenté animarlo como pude. Le dije que vería otras cosas, que sería por un tiempo. Pero realmente no sabía qué decirle, me dejó perplejo”, cuenta el pianista radicado en Málaga, España.
Para Miguel, aquel instante fue una de las pruebas más claras del amor de Pablo por Cuba, algo que constató durante décadas girando por casi todo el mundo con su “hermano mayor”.
“Pablo quería muchísimo a Cuba y a su gente. Lo viví con él. Estaba diez días fuera y ya deseaba volver a su casa a comer arroz con frijoles colorados, carne con papa y a recorrer el malecón. Era impresionante”, recuerda el pianista, cuya convivencia de casi 36 años con Pablo hizo que sus personalidades se entrelazaran hasta entenderse con una mirada.

¿Cómo te integraste al grupo de Pablo?
“A los 14 o 15 años fui a una grabación de música de José María Vitier, donde conocí a Pablo y a Silvio. José me invitó junto a Nicolás Sirgado a grabar teclados y en algún momento toqué el piano, aunque los pianos los llevaba él. Ahí conocí a Pablo. Como me fascinaba su obra le dije: ‘maestro, algún día me gustaría tocar con usted’.
Cuando estaba por cumplir 23, fueron a buscarme al Instituto Superior de Arte, pero yo estaba en reposo en casa por enfermedad. Entonces Víctor Águila, que trabajaba con Pablo, fue a verme porque querían renovar la sonoridad del grupo, enriquecerla, inyectarle sangre joven. Alguien recordó a Miguelito Núñez, aquel muchacho que había grabado con José María, y me llevaron a casa de Pablo. Fue un hecho crucial en mi vida. Era uno de los músicos cubanos que más admiraba y, al empezar a trabajar con él, mi vida cambió por completo.
Ya nos habíamos sumado Eugenio Arango, Orlandito Sánchez y yo. Con el paso del año, la responsabilidad musical recaía sobre todo en los jóvenes, que era lo que buscaban Eduardo Ramos, entonces director musical, y Pablo. Ellos se reunieron conmigo y me pidieron asumir la dirección musical porque todo terminaba pasando por mí. Habíamos acabado de grabar el disco Proposiciones, donde hice la mayoría de los arreglos. Acepté y empecé a ocuparme de la dirección musical”.
¿Cómo evolucionó tu relación con Pablo tras tantos años?
“Nuestra relación fue impresionante. Me convertí en el hijo, en el hermano; dondequiera nos confundían. A veces yo era ‘Pablo’. En una entrevista en México le preguntaron ante un auditorio qué pensaba de su hijo y se echó a reír. Empezó a hablar de mí como si de verdad lo fuera.
Profesionalmente, Pablo fue lo más grande que me pasó. Me enseñó a comprender cada vez más la música cubana. Mi padre también fue músico y trabajó mucho el canto coral; gracias a él empecé a conocer la música tradicional. Luego Pablo me metió aún más en ese universo y me obligó a escuchar en su casa toda esa música y a entender sus patrones. También me acercó a la brasileña y al jazz. En lo personal, fue un gran amigo, un padre, un hermano. Yo lo veía como a un hermano mayor.
Coincidíamos en muchas cosas y en otras no tanto, pero el respeto hizo que el trabajo y la amistad perduraran hasta su muerte. Su madurez y su pensamiento me enseñaron muchísimo. Siempre decía que lo enriquecía el criterio de los demás, sobre todo el de los jóvenes. Me repetía que mi opinión le ayudaba mucho, musical y personalmente”.
¿Cómo viviste los obstáculos que enfrentó para ofrecer su último concierto en Cuba?
“Ese concierto fue difícil, primero por su estado de salud. Honestamente, no me gustaba la idea de que viajara a Cuba desde Madrid porque no lo veía bien. Pensaba que el viaje sería demasiado duro para él. Lo hablamos y me dijo que necesitaba ir a Cuba y que iría pasara lo que pasara. Los médicos le aconsejaron no recibir a tanta gente, pero al llegar atendió a amigo por amigo.
Fue un momento muy complejo. Se logró por el empeño de todos los involucrados. De verdad no creía que pudiera hacerse. Él no estaba bien y, además, estaba la incertidumbre de si el concierto ocurriría. Me alegra haber vivido ese instante. Pablo se sintió muy feliz. Dijo que fue una de las mejores presentaciones de su vida.
Enfrentó ese concierto con una valentía enorme. Pablo era muy fuerte. Sabía que se estaba muriendo y seguía peleando por la vida y cantando. Era impresionante. La canción y la música le daban la fuerza.
Me impactaba cada vez que salía al escenario. Lo llevaban en silla de ruedas y, antes de tocar, me mandaba a buscar para hablar, a solas, de lo que haríamos. Al salir, se levantaba de la silla y lo que llegaba al escenario era un trueno. Y la manera de cantar, impresionante”.
¿De qué hablaban cuando se referían a Cuba?
“Me hablaba de Cuba como si me hablara de su madre, de su mujer… El público cubano para él era esencial, y es cierto que es distinto a cualquier otro. Los cubanos tienen mucho conocimiento, son muy musicales. Llevamos la música dentro. Y cuando quieren a alguien, lo quieren de verdad.
Él sentía cómo se desmoronaba todo aquello en lo que creyó y que defendió. Fue un fiel defensor de ideas revolucionarias, del verdadero sentido de la palabra revolución.
Por otra parte, su vida en España no fue fácil. No la pasó bien. Le faltaba su entorno, su gente, sus amigos; estaba con su familia, pero no con sus amigos, ‘los Fabelo, los Choco’, con quienes hablaba o se veía semanalmente. Esa es la verdad. Fue durísimo para él”.
¿Qué conciertos recuerdas como los de mayor impacto?
“El de la Ciudad Deportiva y uno crucial en el Luna Park de Buenos Aires, donde estuvo ‘La Negra’, Mercedes Sosa. Fue la última vez que ella salió de su casa para ir a un concierto. También recuerdo con enorme emoción el de la Plaza de Toros de México y el de Río de Janeiro, en plena Copacabana, con Milton Nascimento.
Pablo escribió las letras de los temas de tu disco Flores del futuro. ¿Cómo recuerdas esa experiencia?

“En casa descargábamos mucho con mis temas y siempre me decía que debía ponerles letras. Cuando vino a España para hacerse el trasplante de riñón pasó algo increíble. Llamó a una de sus hijas, no recuerdo si fue a Lynn o a Lian, y le pidió que le enviara mis piezas. En la camilla escribió la letra de cinco canciones y al día siguiente pidió más. Pensé que se había vuelto loco. Le mandé las diez y escribió las letras en el hospital antes del trasplante. Increíble, ¿no?
El disco es impresionante, además porque nos conocíamos profundamente. Pablo me dijo que grabara primero los temas y que después él pondría la voz. Estábamos tan compenetrados que era posible hacerlo así. Él podía grabar la voz solo y yo llegaba luego a poner el piano, o al revés. Y así fue.
Yo le contaba la idea de lo que quería decir en cada melodía y él me pedía licencia para hacer lo suyo. Le decía: ‘por supuesto, puro, haz lo que te dé la gana’. Eso es lo más difícil en un dúo. Fue increíble. Era un disco que iba a hacer a piano solo con mis composiciones. Yo iba grabando y las descargaba con él. De ahí nació la idea de ponerles textos.
Me interesaba mucho su mirada sobre mi mundo, cómo lo mezclaba con el suyo y lo devolvía a través de la música. Hicimos adaptaciones de melodías; fue un trabajo hermoso”.
¿Te quedó algo por decirle a Pablo?
“Siempre le insistí en que debía hacer un disco sinfónico. Ya había grabado temas con arreglos sinfónicos junto a Leo Brouwer, pero me parecía que tenía que registrar un álbum con sus canciones para orquesta sinfónica.
No sé si se lo dije del todo, pero Pablo tenía el don de unir. De reunirnos a todos. En las tertulias y fiestas en su casa podían surgir divergencias entre amigos, pero en ese momento todos se admiraban y se juntaban alrededor de Pablo, de su amistad y de su lealtad a prueba de todo”.



