Foto: Archivo CN360
En estos días, el nombre de Alejandro Gil Fernández, exministro de Economía y Planificación de Cuba, ha vuelto a generar titulares. La Fiscalía General ha confirmado que enfrenta cargos por espionaje, malversación, soborno y lavado de dinero, entre otros graves delitos. Esta impactante noticia llega en un momento crítico para el país, justo a pocos días del paso del huracán Melissa, que dejó severos daños en la parte oriental de la isla y a una población aún conmocionada.
En medio de esta emergencia humanitaria, el anuncio sobre el caso de Gil parece haber cumplido una función política: desviar el foco de la atención pública hacia un tema serio que distrae de la crisis material y del descontento social que se percibe en las calles y en las redes.
No es la primera vez que el gobierno cubano recurre a un caso ejemplarizante para demostrar control interno o canalizar responsabilidades. A lo largo de las últimas décadas, altos funcionarios han pasado de ser figuras elogiadas en actos oficiales a villanos públicos en cuestión de semanas.
Las causas, los cargos y las narrativas pueden cambiar, pero el patrón sigue siendo el mismo: una caída estrepitosa que reafirma la supuesta pureza del sistema y la capacidad del Estado para “rectificar errores”.
Alejandro Gil no era un funcionario menor. Fue la figura visible de las reformas económicas más ambiciosas de los últimos años, incluyendo el reordenamiento monetario que transformó la vida cotidiana de millones de cubanos. Su gestión, respaldada públicamente por el propio presidente Miguel Díaz-Canel, implicó decisiones colectivas aprobadas en el nivel más alto del gobierno.
Por ello, resulta inevitable cuestionar: ¿cómo es posible que nadie en su entorno político o institucional estuviera al tanto de las actividades que hoy se le imputan?
Las preguntas sin respuesta en el caso de Alejandro Gil
Hasta ahora, no se han presentado pruebas ni se ha explicado a qué país habría espiado o cómo habría operado. Además, no se ha aclarado el papel de las entidades que dependían directamente de su ministerio, ni el de los funcionarios que colaboraron con él en políticas clave.
La hija del exministro, Laura María Gil, ha solicitado públicamente que el juicio sea televisado y abierto a la prensa, apelando a los derechos constitucionales de transparencia y defensa. Su solicitud introduce un elemento poco común en la narrativa oficial: la exigencia de claridad desde dentro del propio sistema.
Lo que queda claro en este caso es que el país enfrenta una crisis de confianza institucional. La caída de un ministro no borrará la percepción de que las decisiones se toman en círculos cerrados, ni la sensación de que el costo de los errores políticos o económicos siempre lo paga la ciudadanía.
Lo que sí importa
Mientras miles de cubanos intentan reconstruir sus viviendas, cosechas o esperanzas tras el paso del huracán, el proceso contra Alejandro Gil avanza sin luz pública ni explicaciones suficientes.
En este contraste entre la tragedia colectiva y el juicio secreto, tal vez se revele lo más significativo del momento que vive Cuba: un país que sigue esperando transparencia, incluso cuando la noticia parece ofrecerla.


