Foto: Roy Leyra | CN360
Quienes vivieron en Cuba la década de 1990 coinciden en que los apagones de aquella época eran más severos que los actuales: se prolongaban por más de 12 horas, escaseaban las plantas eléctricas y lámparas recargables, y el combustible alternativo en muchos hogares no era el gas licuado, sino la leña y el carbón.
A tres décadas de distancia, esa generación, marcada profundamente por el Período Especial, enfrenta nuevamente la angustia de las noches en la oscuridad, de cocinar cuando es posible, y de abanicar durante la madrugada para ahuyentar a los mosquitos que afectan a los niños. Todo esto con 30 años adicionales, justo a las puertas de la vejez.
Los jóvenes de los 90 son hoy los padres y abuelos que ven como sus hijos y nietos reviven la repetición de la historia de los apagones, y quizás por ello no enfrentan esta nueva etapa de crisis energética con la misma paciencia y resignación que antaño. A diferencia de aquellos tiempos, donde había esperanza de mejora, ahora son conscientes de que la situación podría, incluso, deteriorarse aún más.
Las tres últimas décadas han dejado un desgaste físico y emocional en la isla que influye considerablemente en cómo los cubanos lidian con el actual ciclo de fallas en las centrales termoeléctricas: son conscientes de que se trata de equipos viejos, que el bloqueo ha restringido el acceso a piezas de repuesto, y que el crudo nacional deteriora las maquinarias… Tienen claro todo esto, pero ya no se conforman solo con entender.
Agotados de los informes diarios de la Unión Nacional Eléctrica que explican el déficit generacional como si fuera algo normal y aleatorio, los cubanos exigen con fervor una estrategia concreta que resuelva el problema a corto plazo; sin embargo, lo que encuentran en los medios estatales son menciones imprecisas a posibles soluciones y constantes llamados a la resistencia, a redoblar esfuerzos y a continuar trabajando.
Precisamente eso es lo que la mayoría ha estado haciendo: continuar laborando, levantándose de la cama después de una noche sin dormir para que la fábrica, el centro cultural o el quirófano… no se paralicen.
También están aquellos que descargan su frustración de otras maneras, con caldero en mano, exigiendo que restablezcan la corriente; quienes marchan por las calles oscuras, arriesgando ser encarcelados por desorden público; y quienes salen a esas mismas calles para evitar cacerolazos y retirar carteles antigubernamentales.
Y están también aquellos que no marchan, ni pintan carteles, ni se atreven a gritar consignas; pero se quedan tras las ventanas esperando que regrese la luz, ya sea porque comienzan a funcionar las termoeléctricas dañadas o porque la situación en el barrio se ha vuelto crítica.
Es una realidad: los apagones de los 90 eran más prolongados, pero esta nueva etapa, agravada por la inflación y la escasez de alimentos y medicamentos, está llevando a los cubanos al límite.