El gobierno de Cuba afirma que logrará la autosuficiencia energética para 2035.

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Foto: Archivo CN360

El Gobierno cubano ha vuelto a presentar este jueves un panorama de “independencia eléctrica”, una meta que se establece para el año 2035, en medio de una de las crisis energéticas más prolongadas y severas que ha enfrentado el país en décadas.

El anuncio tuvo lugar durante la 41 Feria Internacional de La Habana (FIHAV 2025), donde el Ministerio de Energía y Minas reveló su nueva Estrategia Nacional de Transición Energética, un documento que propone una transformación gradual del sistema de generación.

El plan oficial se divide en tres etapas. La primera busca que el 24% de la electricidad sea generada con fuentes renovables, principalmente energía solar y biomasa. La segunda, que se extendería hasta 2035, tiene como objetivo aumentar ese porcentaje al 40% y alcanzar así la denominada “independencia eléctrica”, un término que el Gobierno utiliza para aludir a una menor vulnerabilidad ante la importación de combustibles fósiles.

Para lograr esto, se prevé añadir 2,000 megawatts de generación solar fotovoltaica y otros 500 megawatts de bioeléctricas y parques eólicos. El 60% restante del sistema seguiría dependiendo del petróleo pesado nacional y del gas acompañante extraído de los pozos cubanos.

El tramo final del plan está dirigido hacia el año 2050, cuando, de acuerdo con sus proyecciones, el país habría alcanzado un 100% de generación eléctrica a partir de fuentes renovables.

Previsiones vs realidad

Estas proyecciones contrastan con la realidad actual. Muchas de las termoeléctricas cubanas funcionan con tecnología obsoleta, carecen de un programa de mantenimiento adecuado y utilizan equipos cuya vida útil ha expirado.

Las fallas son frecuentes; el combustible disponible no es suficiente para satisfacer la demanda y la infraestructura de redes está en mal estado. En todas las provincias del país, los apagones superan las 12 horas y en algunos casos llegan hasta las 18 horas.

La crisis energética en Cuba se sustenta en tres problemas estructurales que se han acumulado a lo largo de las décadas. El primero es el envejecido parque termoeléctrico: varias de las plantas principales fueron construidas entre los años 70 y 90, y muchas operan por debajo del 40% de su capacidad teórica. Las averías en calderas, turbinas y sistemas auxiliares son constantes, y la falta de piezas de repuesto o mantenimiento preventivo agrava cada falla, lo que provoca prolongados períodos de inactividad.

Además, existe una dependencia del diésel y el fuel oil importados. La disminución constante de los envíos de crudo venezolano, junto con la merma de la producción nacional, ha dificultado mantener un suministro estable de combustible. En los últimos años, el país se ha visto obligado a adquirir cargamentos puntuales a precios muy superiores a los acordados en convenios bilaterales, lo que ejerce aún más presión sobre unas finanzas públicas ya debilitadas.

El tercer componente de la crisis se relaciona con el desarrollo insuficiente de las energías renovables. A pesar del discurso oficial, que desde hace más de una década enfatiza la importancia de la energía solar, la biomasa y la eólica, la capacidad instalada ha crecido poco y no compensa el deterioro del sistema térmico.

La mayoría de los parques solares construidos en los últimos años contribuyen con una fracción mínima del consumo nacional y no cuentan con sistemas de respaldo que permitan asegurar la generación durante la noche o en días nublados.

Las promesas gubernamentales para transformar el sistema eléctrico no son nuevas. Entre 2014 y 2016 se presentó un programa que aspiraba a que el 24% de la matriz energética fuera renovable para 2030. La cifra actual oscila entre el 4% y el 6%, dependiendo de la temporada.

En 2018, el entonces recién asumido presidente Miguel Díaz-Canel afirmó que Cuba estaba a las puertas de un cambio profundo gracias a inversiones en biomasa y energía solar; sin embargo, muchos de esos proyectos se retrasaron o quedaron inconclusos por falta de financiamiento.

Luego, en 2020, en medio de la pandemia, el Gobierno declaró haber encontrado un “camino sostenible” basado en energía renovable y “soluciones ingenieras”, pero fue precisamente ese año cuando comenzó la actual etapa de apagones prolongados. Para 2022, las autoridades centraron su discurso en las llamadas patanas, centrales flotantes turcas que supuestamente garantizarían la estabilidad del sistema eléctrico. Hoy en día, las patanas son parte del pasado, costaron decenas de millones de dólares a Cuba y no resolvieron el problema.

Durante 2023 y 2024, las autoridades prometieron nuevamente un alivio inminente. Aseguraron que la crisis alcanzaría su punto más crítico en el verano de 2023 y que 2024 sería “un año de recuperación”. Sin embargo, ocurrió lo contrario: los apagones se hicieron más frecuentes y prolongados, especialmente en el oriente del país.

En este contexto, las nuevas metas para 2035 y 2050 generan más escepticismo que confianza. Un país cuya economía se contrae, que arrastra una creciente deuda y que depende de plantas con medio siglo de explotación, difícilmente puede llevar a cabo un salto tecnológico de esta magnitud sin un respaldo financiero masivo.

Los anuncios oficiales parecen más retórica que un plan realista, dado que la vida cotidiana del pueblo cubano sigue marcada por noches enteras sin electricidad, cocinas improvisadas con leña, alimentos que se echan a perder y vecinos que dependen de generadores privados para cargar un teléfono o conservar medicamentos. En la práctica, para millones de cubanos, el sistema energético no augura un futuro optimista: cada día parece apagarse un poco más.

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