El amor durante la epidemia de chikungunya

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Foto: RL Hevia

En Cuba, las epidemias no solo se cuantifican en números, sino que también se viven a través de historias cotidianas. En un país donde el amor ha demostrado -al igual que otras cosas- su resistencia: ha perdurado a desafiantes apagones, largas colas, migraciones forzadas marcadas por separaciones sin fecha de regreso, la escasez de productos básicos y un sinfín de adversidades. Desde este verano, el romance «a lo cubano» ha tenido que aprender a convivir con un enemigo silencioso que no comprende de caricias ni de encuentros: el chikungunya.

Este virus, transmitido por el mosquito Aedes aegypti, circula intensamente en varias regiones del país, provocando fiebre alta, intensos dolores articulares y un cansancio que puede durar semanas o incluso meses, dejando diversas secuelas. En muchos barrios, basta con preguntar para encontrar a alguien que se está recuperando del chikungunya o que aún está lidiando con sus efectos; en algunos casos, ni siquiera es necesario preguntar: la cojera y la dificultad para caminar lo delatan fácilmente.

En tiempos normales, una invitación a “sentarse a platicar” o a tomar un café o una cerveza era suficiente para mostrar interés por alguien. Hoy, como sucedió en ciertos momentos de la pandemia de covid-19, el cortejo viene con una advertencia: «Oye, estoy mejorando, pero todavía me duelen las rodillas».

Las citas se postponen, no por falta de interés, sino por escasez de fuerzas y recursos, ya que lo poco que se tiene se destina a mejorar la alimentación y a comprar, a precios elevados, vitaminas y otros medicamentos para la recuperación. Caminar unas pocas cuadras se convierte en una hazaña. Abrazar duele. Dormir, a ratos, también. Y el resto… ¡ni hablemos!

En muchas casas, el romanticismo ha sido reemplazado por escenas menos poéticas pero más reales: alguien alcanzando un vaso de agua, ayudando a levantarse de la cama o recordando la hora de tomar paracetamol. El chikungunya ha impuesto una nueva narrativa del amor: la del cuidado.

Las parejas jóvenes descubren, antes de lo esperado, cómo es acompañar al otro durante la enfermedad. Las relaciones más consolidadas y los matrimonios de larga duración vuelven a poner a prueba su amor, no a través de palabras ni acciones puntuales, sino en paciencia.

En un país donde los medicamentos son escasos, las farmacias están vacías, los artículos de higiene y alimentos tampoco son abundantes y, cuando aparecen, es a precios exorbitantes, el afecto se convierte en un recurso esencial. Hijos que cuidan a sus padres, vecinos que preguntan si ya ha bajado la fiebre, una llamada cuando por casualidad hay electricidad y conexión, un caldo caliente que se presenta en la puerta, alguien que abanica cuando no hay corriente… porque esa es la verdadera esencia de los cubanos.

A diferencia de otras crisis, el chikungunya centra la atención en el cuerpo. Un cuerpo que no responde, que duele al moverse y que obliga a detenerse; y en Cuba, donde casi todo requiere resistencia física —subir escaleras sin ascensor, cargar agua, hacer largas colas—, enfermarse significa quedar temporalmente fuera de circulación.

Como casi todo en Cuba, el chikungunya ha generado un humor defensivo. En redes sociales circulan memes sobre el «baile del chikungunya», refiriéndose a las rodillas traicioneras; otros sobre amores que esperan “cuando se me pase esto”; y también se ha mencionado un apocalipsis zombie protagonizado por tantos cubanos que, tras la enfermedad, han quedado con dificultades para caminar. Reírse, incluso en medio del dolor, es una forma de sobrevivir.

Como en El amor en los tiempos del cólera, esa célebre novela de Gabriel García Márquez donde el amor aprende a resistir ante el tiempo, la enfermedad y la espera interminable, el chikungunya hoy obliga a las parejas cubanas a una intimidad diferente, menos idealizada y más real. No hay barcos por el río Magdalena ni cartas perfumadas, pero sí cuerpos que duelen al mismo tiempo, silencios compartidos en una habitación caldeada por la fiebre y el calor, y no precisamente por el deseo; y, sobre todo, una paciencia forzada que, paradójicamente, también construye afecto. En la Cuba actual, amar en tiempos del chikungunya no tiene épica ni romanticismo clásico, pero sí una forma obstinada de compañía: permanecer cuando todo duele, cuando no hay fuerzas ni para discutir, y descubrir que, aun así, el amor sigue encontrando la manera de permanecer, porque estar presente siempre es y será lo más importante, especialmente cuando se convierte en todo un desafío.

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