Foto: RL Hevia
Con un inquietante número de víctimas fatales en los últimos meses en Cuba, las descargas eléctricas se posicionan como una de las principales causas de muerte accidental en el país, un dato que estremece, especialmente cuando la tormenta se siente inminente. En esos momentos, el cubano «se acuerda de Santa Bárbara cuando truena» y recurre a las creencias de sus abuelos, por extrañas que parezcan.
En muchos hogares cubanos, particularmente en áreas rurales y entre generaciones mayores, aún persiste una peculiar tradición ante la llegada de un temporal: cubrir los espejos con sábanas, toallas o cualquier tela disponible. Esta costumbre, transmitida de abuelos a nietos, forma parte del vasto repertorio de mitos populares que persisten en la cultura cubana. Pero, ¿cuál es el origen de esta práctica y qué fundamento tiene en la ciencia?
La creencia sostiene que los espejos, por alguna razón mística o espiritual, pueden atraer rayos o actuar como canales de energías peligrosas durante las tormentas. Esta práctica se entrelaza con una visión mágica del mundo que aún vive en el imaginario popular cubano.
Para algunos, los espejos son portales hacia otras dimensiones o reflejos del alma, y durante una tormenta, se convierten en “puertas abiertas” por donde pueden ingresar energías negativas, espíritus o desgracias. Para otros, la explicación es más terrenal: se piensa que un espejo podría atraer un rayo debido a su superficie reflectante.
El simbolismo del espejo no es exclusivo de Cuba. En diversas culturas desde la antigüedad, los espejos han sido atribuidos un carácter místico: en la tradición china, por ejemplo, se utilizan para desviar las malas energías, mientras que en otras culturas, como la mexicana o la africana, se relacionan con el alma o el más allá.
En el contexto afrocubano, donde confluyen creencias yorubas, católicas y espiritistas, los espejos también tienen un valor importante. En el espiritismo criollo, por ejemplo, se considera que pueden funcionar como puertas a través de las cuales se manifiestan los espíritus, lo que podría explicar la razón por la que se tapan durante tormentas, momentos asociados a fuerzas naturales intensas.
Desde una perspectiva científica, la idea de que un espejo pueda atraer un rayo únicamente por ser un objeto reflectante no cuenta con respaldo. Los rayos buscan rutas conductoras hacia tierra, y su comportamiento es determinado por factores como altura, material y conductividad de los objetos, no por su capacidad de reflejar luz.
La superficie de un espejo, generalmente compuesta por una lámina de vidrio con una película metálica detrás, no representa un riesgo especial en términos eléctricos si se encuentra dentro de una vivienda. Estructuras metálicas grandes, como antenas o torres, son más susceptibles a ser alcanzadas por un rayo, pero los objetos dentro de una casa, incluidos los espejos, rara vez representan un peligro directo.
Sin embargo, existe una leve justificación técnica en relación con los daños por descargas eléctricas indirectas. Algunos estudios indican que, durante tormentas eléctricas, los sistemas eléctricos y electrodomésticos pueden sufrir daños si no están debidamente protegidos. En casos muy raros, un rayo que impacta cerca puede generar una sobretensión capaz de provocar pequeñas chispas o daños en componentes metálicos. Pero esto está más relacionado con instalaciones eléctricas defectuosas que con los espejos en sí.
A pesar de la falta de evidencia científica, continuar cubriendo los espejos durante una tormenta sigue siendo una práctica que perdura en muchos hogares cubanos. Más allá de su posible origen supersticioso, esta costumbre representa una función cultural: conecta a las personas con sus raíces, con su familia y con una particular forma de interpretar el mundo.
Al igual que otras tradiciones como colocar un vaso de agua detrás de la puerta o barrer hacia fuera para “sacar las malas vibras”, cubrir los espejos al truena forma parte del rico repertorio simbólico de la vida cotidiana en la isla. En muchos sentidos, es una manera de enfrentar lo desconocido y lo incontrolable —como una tormenta— con gestos heredados que brindan una sensación de control o consuelo, aunque cada vez más cubanos perciban esta costumbre como algo de guajiros o de ancianos.