Carta desde Cuba: un relato desde la penumbra.

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Texto: Hugo León

Foto: Cuba Noticias 360

Hace apenas unos minutos restauraron la corriente en mi barrio. Después de 24 horas sin electricidad, lo primero que hice fue sentarme frente a este cuaderno y comenzar a escribir, porque siento que si no expulso todo lo que me pesa en el pecho, me ahogaré.

La Habana entera, y con ella todo el país, estuvo sumida en un apagón total desde ayer por la mañana. No es la primera vez, pero cada ocasión duele más. Cuando se fue la luz, pensé que serían unas horas. Luego cayeron las sombras de la noche y ya no quedaba nada: ni el zumbido de un ventilador, ni la luz de una pantalla, ni siquiera la certeza de cuándo volvería la vida a encenderse.

Dicen que esta vez la culpa recayó en la Guiteras. Claro, alguien o algo tiene que asumir la culpa, aunque en realidad la carga la llevamos todos los que todavía mantenemos la esperanza de que «en el verano habrá menos apagones», o de que «se está trabajando intensamente con los paneles solares para reforzar la capacidad de generación del país».

Uno podría pensar que ya estamos adaptados a los apagones. Qué triste que esa idea surja. Dormir otra vez fue imposible, como en cada noche que quitan la corriente en el barrio: el calor te mantiene pegajoso y agitado, los mosquitos no perdonan, los niños lloran en casas vecinas y uno, que ya casi peina canas, se pregunta qué mal habrá hecho para merecer este castigo diario.

Los que tenían mi edad (40) en los 90 lo sufrieron, y muchos se fueron, y ahora lo sufrimos nosotros, pensando con impotencia que, mientras mi madre de 65 años se sofoca aquí tratando de espantar los insectos, alguien en una oficina se siente triunfante porque en poco más de 24 horas se logró restablecer un servicio que nunca debió faltar en primer lugar.

Con qué poco nos han enseñado a conformarnos.

Hoy, cuando finalmente vi la bombilla titilar y encenderse, no sentí alegría. Sentí cansancio. Sentí que otra vez nos devuelven a medias lo que debería ser un derecho, y volví a experimentar impotencia, hasta rabia, cuando el bullicio de alegría del barrio anunció que regresaba la electricidad, como si se tratara de un lujo. Y no hablemos del bolsillo vacío incapaz de reponer la comida perdida o los equipos dañados.

Pero lo más duro no es la oscuridad física, sino la otra. Esa incertidumbre de no saber cuándo volverá a fallar todo, de vivir esperando el próximo golpe. De mirar a los ojos de tus hijos y no tener respuesta cuando te preguntan por qué sucede esto.

¿Qué se les dice entonces? ¿Que la termoeléctrica Guiteras se rompió de nuevo? ¿Que la isla está condenada a la penumbra porque a nadie le importa de verdad?

Escribir esto es mi forma de no volverme loco. Dejar constancia de que aquí seguimos, resistiendo como podemos, con los pies en el agua de la nevera que se derritió y la ropa pegajosa por el sudor. Aquí seguimos, viendo cómo la vida se nos va en la espera eterna de que regrese la luz, aunque sea por unas horas.

Dicen que todo se restableció, que las provincias ya están conectadas. Pero yo no creo en discursos. Lo único real es el silencio que dejó el apagón, ese que todavía me resuena en la cabeza. Y la amarga certeza de que volverá a repetirse, porque vivir en Cuba es vivir en la oscuridad.

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