Foto: Cuba Noticias 360
Con ropa de civil, ya que en casa no hubo agua para lavar el uniforme, y el agotamiento de una madrugada sin corriente, Carlos Javier llega una hora tarde a su escuela primaria, situada en un barrio periférico de Sancti Spíritus. Los maestros, aún más cansados que el niño, hacen la vista gorda mientras imparten los contenidos “como Dios pintó a Perico”, dado que últimamente es imposible realizar algo en Cuba “como Dios manda”.
La situación en las escuelas es particularmente crítica, ya que estos centros son el reflejo de todas las angustias familiares, pero tienen el mandato de mantener el curso a flote como si el país no estuviera tocando fondo.
Los días transcurren entre ventiladores apagados, computadoras inservibles y aulas sin iluminación. El sistema educativo se ha visto obligado a reinventarse para cumplir con su misión formativa.
Desde inicios de 2024, el deterioro de la infraestructura energética en Cuba ha ocasionado cortes de electricidad que pueden durar hasta 20 horas diarias en muchas provincias.
Frente a este panorama, el Ministerio de Educación (MINED) ha implementado medidas para adaptar la enseñanza a la nueva realidad. Según declaraciones oficiales, el objetivo es “garantizar la cobertura de los contenidos fundamentales sin comprometer la calidad del aprendizaje ni la salud de estudiantes y docentes”.
Una de las estrategias principales ha sido la reorganización del horario escolar. En muchas escuelas, especialmente en zonas rurales y municipios con mayores afectaciones, se han flexibilizado las horas de entrada a clases, impartiendo las asignaturas temprano en la mañana o en franjas que coincidan con la disponibilidad de electricidad. Esto ha conllevado una reducción de la jornada docente y, en consecuencia, una mayor condensación de los contenidos.
Otra medida adoptada es el uso intensivo de materiales impresos y el regreso a la pizarra tradicional, prescindiendo de computadoras, proyectores o cualquier recurso digital que necesite electricidad, lo que representa un retroceso en la implementación de tecnologías que el propio MINED había promovido en años anteriores.
El trabajo independiente y el estudio en casa también han cobrado protagonismo, modalidades que buscan mitigar la reducción de horas presenciales, pero dependen en gran medida del acceso de las familias a recursos mínimos como iluminación artificial; esto genera nuevas desigualdades: algunos estudian con una vela, mientras que otros —los menos— lo hacen con una planta eléctrica.
En las zonas urbanas, algunas escuelas han logrado coordinar con organismos locales para obtener acceso prioritario al suministro eléctrico en determinados horarios. En otros casos, se han habilitado espacios como bibliotecas, centros comunitarios o aulas móviles que operan con plantas eléctricas; sin embargo, estas medidas son limitadas y no garantizan una solución sostenible.
Lo cierto es que la afectación emocional y física en estudiantes y maestros aumenta, especialmente porque este ambiente de altas temperaturas, fatiga e incertidumbre no favorece el aprendizaje y, desafortunadamente, parece haber llegado para quedarse.
Las familias, preocupadas, denuncian en redes sociales, en reuniones de padres y hasta en las direcciones municipales de Educación que la calidad del curso está en declive, llegando al punto en que muchos temen que sus hijos no completen de manera adecuada los programas correspondientes a los distintos niveles de enseñanza.
A pesar de ello, la resistencia del sector ha sido notable. Con escasísimos recursos y agotados por sus propias angustias domésticas, docentes y trabajadores de la educación intentan mantener la escuela abierta, no para complacer a quienes les piden “resistencia creativa” desde oficinas con aire acondicionado, sino para que los niños cubanos no pierdan la alegría y sigan aprendiendo, incluso en las terribles condiciones en que les ha tocado vivir su infancia.