De La Habana a Madrid con mi maleta multicolor

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Foto: RL Hevia

Crecí en un lugar donde el mar se filtra por las grietas de las paredes y el reguetón se mezcla con las conversaciones de esquina. Tengo raíces de sol y sal. En este instante, la nostalgia me invade.

Desde pequeño, mi corazón latía a un ritmo diferente: mientras mis amigos hablaban de peloteros, yo soñaba con historias de personas que se miraban con curiosidad. En la calle, aprendí que hay “cosas” de las que no se habla -más allá de la política-, así que me enseñé a silenciar palabras que debí soltar.

Después, crecí y di muchos besos. El primero real fue con un compañero de la universidad, en La Habana Vieja, en un lugar alto, mientras debajo sucedían otras cosas. Eso ocurrió hace mucho tiempo; en Cuba no se mencionaba el Código de las Familias ni el matrimonio igualitario, y yo sentía mucho miedo. Un hombre con un hombre, una mujer con una mujer, eso era impensable. Siempre fuimos, pero había una realidad que nos negaba.

Soporté murmullos y miradas de desaprobación que dolieron más que el sol de agosto. Aprendí rápidamente que lo multicolor debía esconderse tras el gris de la discreción. También encontré un apoyo inestimable: mis amigas. Esa fue mi salvación.

En 2022, Cuba celebró un referendo histórico que aprobó el nuevo Código de las Familias. Por primera vez, el matrimonio igualitario y la posibilidad de adopción para parejas del mismo sexo se convirtieron en una realidad.

Con más de un 66% de apoyo, la votación fue un triunfo largamente esperado, resultado de la presión de activistas y colectivos que durante años debatieron y trabajaron arduamente para hacer realidad el sueño de algunos. Sin embargo, la implementación trae desafíos. Falta capacitación y los prejuicios persisten. Lo que el papel consagra, el día a día no siempre lo valida.

En ese momento, yo ya no estaba en Cuba. Había cruzado el Atlántico y encontrado otro espejo. Al llegar a Madrid, respiré un aire diferente, pero descubrí que en todos lados hay vallas, algunas más altas que otras.

La soledad de las primeras semanas, el choque cultural y un fútbol que no me interesa. Las palabras “familia” y “apoyo” se reformulan lejos del calor de mi abuela, que me reclama una visita a la Isla en cada videollamada. La nostalgia no se va, pero disfruto de la libertad, a pesar de la altura de las vallas.

En Cuba aprendí a chasquear la lengua para silenciar un mal comentario; aquí aprendí a usar el sarcasmo para iniciar conversaciones incómodas. Me quejo con mis amigos sobre lo caro que está el café en Barcelona, me río de mi acento que, dicen ellos, suena a salsa, amo sin miedo y busco nuevos besos en una discoteca, sin temor al qué dirán.

Aunque ahora en La Habana se puede mostrar “libremente” y legalmente el amor en todas sus formas, la estrechez de mi país es palpable, la mentalidad no evoluciona a un ritmo “normal”… la gente está casi obligada a quedarse atrás. Cuba pretende ser lo que el mundo sabe que no es, y no solo en asuntos de diversidad sexual.

Junio celebra precisamente la Diversidad Sexual en todo el mundo. En Cuba hay una Conga, una ‘Jornada de Mariela Castro’. Pan y circo. Desde aquí, celebro haberme ido, a pesar de la nostalgia y de la poca gente querida que me queda allá. Sueño con regresar, con volver con mi maleta arcoíris. Quiero cruzar de Madrid a La Habana para que mi abuela sepa que ahora puedo besar sin miedo al qué dirán, incluso en las alturas.

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