Foto: Televisión Cubana
Desde su llegada a la televisión cubana a inicios de los años 50, Cocina al minuto, el emblemático programa conducido por Nitza Villapol, se estableció como una escuela de vida, un manual doméstico y un acto de resistencia diaria. Este espacio, que comenzó a transmitirse por CMQ en blanco y negro, promovía un modelo culinario útil tanto en tiempos de abundancia como en épocas de escasez.
Culta, didáctica y accesible, Nitza convirtió su cocina en una plataforma de educación popular. Desde platos sencillos como el arroz con pollo hasta creativas sustituciones para enfrentar la falta de insumos, su programa combinaba técnica, imaginación y una ética profundamente enraizada en la realidad del cubano común. Durante más de tres décadas, Cocina al minuto fue un punto de encuentro a la hora del almuerzo, y su libro homónimo continúa siendo un best seller.
No obstante, con el paso del tiempo, la pantalla dejó de mostrar sus recetas. Nitza falleció en 1998, pero su ausencia ya se sentía antes. El país enfrentaba cambios económicos difíciles y el modelo televisivo también se transformaba; sin embargo, el formato culinario no desapareció completamente.
Durante el denominado Período Especial, cuando la escasez se hizo presente, la cocina se convirtió en un acto casi de supervivencia. La televisión, a pesar de sus limitaciones, mantuvo algunos espacios que intentaban rescatar recetas criollas y ofrecer alternativas viables.
En los años 2000, surgieron propuestas más estilizadas, con mejores escenografías y jóvenes chefs presentando desde recetas tradicionales hasta incursiones en la alta cocina. Eran más atractivos visualmente, pero estos programas a menudo parecían diseñados para una realidad muy alejada de la mayoría de los cubanos, que ya empezaban a enfrentarse a dificultades para abastecer sus mesas.
En tiempos recientes, ha emergido con fuerza una nueva propuesta: Entre recetas, un espacio que busca recuperar la tradición del recetario televisado, esta vez con una estética moderna, edición ágil y dos carismáticas chefs, madre e hija, quienes exploran los orígenes culturales de los platos, sugieren variantes cuando falta un ingrediente y brindan consejos de nutrición.
Sin embargo, la propia existencia de este tipo de producciones audiovisuales plantea una incómoda interrogante: ¿qué tan relevante es mantener un programa culinario en un país donde una gran parte de la población enfrenta diariamente dificultades para acceder a alimentos básicos?
La realidad del televidente se ha vuelto hostil: después de ver en la pantalla cómo se elabora una receta con queso, pollo o especias importadas, debe salir a “luchar” por una libra de arroz o un huevo. En ese contexto, los programas culinarios pueden parecer no solo desconectados de la realidad, sino incluso insensibles.
Presentar un pastel bien decorado cuando en la mayoría de los hogares no hay ni harina ni azúcar puede interpretarse como una forma de escapar de la verdad o, peor aún, como una trivialización del hambre. No se trata de negar el valor cultural de la cocina ni de renunciar a la conservación de tradiciones gastronómicas, sino de cuestionar qué sentido tiene enseñarlas cuando su ejecución es inviable para la mayoría.
Con la responsabilidad de reflejar el país tal cual es, la televisión enfrenta el complicado dilema que suponen los programas de cocina, un reto del que podría salir con éxito si toma las lecciones correctas del legado de Nitza Villapol: asumir la culinaria como un arte de reinvención.
Si en su época ella enseñó a sustituir carne por soya o a elaborar postres sin leche ni huevos, tal vez hoy la televisión podría recuperar ese espíritu: mostrar lo posible dentro de lo disponible, adaptarse a la escasez sin romantizarla.
En tiempos en que el hambre ha dejado de ser un tema tabú en la isla, la cocina televisiva no debería ser solo entretenimiento, sino una herramienta útil, realista y sensible. Como advirtió Nitza: “El buen comer no depende de lo que se tenga, sino de lo que se sepa hacer con ello.”