Texto: Héctor García Torres
Foto generada por IA
La brisa de La Habana evoca el aroma de la sal y el tiempo detenido. Es una tarde cálida de mayo, de esas en las que el sol parece tener un diálogo con los árboles. Estoy sentado en un banco de mármol del Paseo del Prado cuando, de repente, alguien se sienta a mi lado.
Viene vestido con un traje oscuro, con el sombrero en manos. Su presencia, aunque silenciosa, lo llena todo. Tiene unos ojos intensos, rebosantes de memoria, y un bigote que la historia ha convertido en inconfundible. No hace falta presentarse. Sé quién es, aunque mi mente trate de resistirse a lo que parece imposible.
-¿Me permite hacerle unas preguntas?, le digo, sintiendo una mezcla de reverencia y sorpresa. No todos los días se tiene la oportunidad de conversar con José Martí.
-Para eso he regresado, responde, mirando al Capitolio como si contemplara una promesa aún por cumplirse.
Permanezco en silencio unos segundos. Los pasos del presente se entrelazan con los ecos del pasado, y quienes caminan por el Prado frente a nosotros son ajenos a la identidad del personaje trajeado. Saco mi libreta, como quien intenta atrapar algo delicado y efímero pero de gran significancia para Cuba.
¿Cuál es su opinión sobre el mundo moderno?, comienzo indagando.
El interlocutor sonríe con una mezcla de asombro y desconfianza, como si acabara de descubrir un artefacto incomprensible y fascinante.
-Es un mundo más veloz, pero no necesariamente más sabio. Hay más voces, pero no siempre se encuentran más verdades. La tecnología ha acercado a los pueblos, pero ha distanciado a muchos de sí mismos.
No obstante, celebro los nuevos espacios para el pensamiento libre. La lucha de los pueblos persiste, aunque sus formas evolucionen. Donde haya un joven que cuestione la injusticia, allí está viva la llama de la libertad.
¿Qué significa ser cubano hoy, desde su perspectiva?
-Ser cubano, hoy y siempre, es llevar en el alma una combinación de ternura y valentía. Es cargar con siglos de lucha y aun así sonreír. Es innovar en la escasez, bailar a pesar del dolor, cantar a pesar del miedo. Pero ser cubano también conlleva una responsabilidad: no permitir que el sufrimiento se convierta en costumbre. Es seguir soñando con una Cuba que no tenga que doler tanto para ser real.
Sobre esos sueños que menciona… ¿Cree usted que es posible una Cuba diferente en el siglo XXI?
-Sí. Y no solo es posible; es necesaria. Pero no será una Cuba mejor por arte de magia, ni por decreto. Será mejor si quienes la habitan se atreven a imaginarla de manera distinta y a construirla con sacrificio y valentía.
Una república no es un regalo; es una tarea cotidiana. Y sin justicia, sin pluralidad, sin alma, no es más que un poder disfrazado de promesa.
Suena a una descripción de la Cuba actual…
-En parte lo es, desafortunadamente.
Apóstol, -interrumpo sus reflexiones- a menudo se repite su frase “con todos y para el bien de todos”. ¿Cree que ese ideal se cumple hoy en Cuba?
Su rostro se oscurece ligeramente, como si una nube pasara por su frente.
-No. No mientras se excluya a quienes piensan diferente. No mientras se castigue la opinión, el arte, la protesta. No mientras se repita mi frase como un rezo sin alma, aplastando lo que yo mismo defendí: el derecho a la libre expresión, la república con alma democrática.
El bien de todos no se decreta. Se construye con justicia, con transparencia, y sobre todo, con humildad.
¿Y si no es así, qué siente al contemplar la Cuba de hoy?
Suspira profundamente, como si en ese aire también hubiera un poco de dolor. Mira hacia el Malecón y luego se fija en mí.
-Pienso que Cuba ha sufrido demasiado, y que no ha sido solo por la intervención extranjera. El despotismo no cambia de esencia al cambiar de uniforme. Veo un pueblo digno, creativo, con una paciencia que a veces se confunde con resignación. Pero también veo cansancio, fracturas, miedo. Cuba merece un presente vibrante, no una eternidad congelada en discursos. Y sobre todo, merece futuro.
También duele observar el éxodo constante. Una patria sin sus hijos es como un árbol sin raíces vivas. El éxodo duele, pero duele más la causa que lo origina. Nadie deja su tierra con alegría; se marcha quien ha perdido la esperanza de permanecer.
Cuba se desangra en aeropuertos y costas. Sobrevive en la nostalgia, sí, pero no debe conformarse con solo sobrevivir. La patria debe ser un hogar, no una frontera que asfixia. Si expulsa a sus hijos o no les ofrece un suelo firme, entonces se va quedando sola, no físicamente, pero sí en alma.
Asiento en silencio. Siento que no tengo nada que añadir y formulo otra pregunta:
¿Ha visto su imagen en estatuas y billetes?
-Sí, y es extraño verse en piedra y papel. Aún más raro es ser citado por todos, incluso por aquellos que se alejan de lo que uno defendió. La figura puede ser útil, pero no debe desplazar la esencia.
No me interesa estar en bronce si no estoy en el alma de los hombres libres. Prefiero vivir en un acto de honestidad, en un verso auténtico, en la dignidad de quien trabaja por un mundo mejor.
Martí, ¿qué mensaje le dejaría a los jóvenes cubanos de hoy?
Les diría que no se resignen. Que el alma no se oxida mientras tenga un ideal. Que cuestionen todo, incluso a quienes dicen hablar en mi nombre. Les diría que la patria no es una consigna ni una frontera: es el lugar donde uno puede ser libre, pensar, amar, construir y también disentir sin temor. Y si ese lugar aún no existe, hay que crearlo.
Con esa poderosa frase, y mientras la tarde se desmaterializa en luz dorada, Martí se levanta, ajusta su chaqueta y me extiende la mano justo antes de alejarse caminando por el Prado, con paso decidido, como si aún tuviera cosas que fundar.