Foto: Cuba Noticias 360
Pones el despertador para las cinco de la mañana, con la esperanza de tener tiempo suficiente para adelantar la comida de la noche, despertar al niño, prepararle el desayuno, alistarlo para la escuela y salir con suficiente antelación para que no llegue tarde a clase. Sin embargo, pones el despertador en vano: a las 4 de la madrugada te cortan la corriente, llevándose consigo la posibilidad de volver a dormir. El calor y la preocupación por la falta de gas, petróleo y queroseno te obligan a levantarte de la cama de inmediato.
A esa hora, tocas la puerta de la vecina que, por suerte, tiene gas; afortunadamente, porque paga 5,000 pesos para que le rellenen la bombona «por la izquierda». Llevas un jarro de leche y ella lo calienta para que tu hijo no se vaya a la escuela con el estómago vacío. Te gustaría pedirle que te deje cocinar algo también, para tener algo preparado al regreso del trabajo, en el caso de que no haya electricidad, pero te sientes incómoda y solo le agradeces, sabiendo que volverás a tocar su puerta en momentos aún más inconvenientes.
Sales con el niño a la jungla de tu parada, con la incertidumbre de no saber a qué hora pasará la guagua, si podrás subir cuando abran la puerta, o si es mejor pagar el exorbitante precio que piden los cocheros por el trayecto. Finalmente, te decides por el coche, aunque ya has calculado que, si continúas así, gastarías un tercio de tu salario en ir y volver del trabajo.
Llegas agotada, sin haber iniciado siquiera la jornada laboral, y permaneces en el lugar disciplinadamente, aunque tengas que hacer pausas de dos o tres horas cuando, incluso en el trabajo, se va la corriente. Los informes quedan a medias y el jefe te reclama por no tener los datos a tiempo… Cuando logras recoger al niño de la escuela, te sientes como si un carro de caballos repleto de pasajeros te hubiera pasado por encima.
Una vez de regreso en casa, tampoco hay corriente, porque el déficit de capacidad de generación es tan alto que la empresa eléctrica de tu provincia apaga circuitos sin previo aviso en su canal de Telegram, sin dar explicaciones ni lidiar con el «hate» de la gente, que se desboca comentando en las redes sociales debido a la falta de un interlocutor real que escuche sus quejas.
No te queda más opción que llevar un caldero a casa de una vecina y una olla a casa de otra, y tal vez dejar al niño solo mientras recorres el barrio, cocinando la comida gracias a la generosidad ajena: “Vamos a comer rápido —le dices al regresar—, para que no se enfríe el arroz con salchichas. Nos bañamos luego”.
Le dices «luego», pero en realidad quieres decir «cuando venga la corriente», porque nadie en su sano juicio gastaría el poco gas que le queda en algo que no sea de vida o muerte, y tú jamás le pedirías eso a nadie, ya que es suficientemente molesto no tener ni una hornilla de carbón para alimentar a tu hijo cuando hay corte de luz.
Más tarde, ya con el sudor pegado en la piel, te enteras de que la luz no volverá hasta la medianoche, lo que significa que te esperan varias horas tratando de refrescar al niño con un abanico, ya que no tienes dinero para comprar los populares ventiladores recargables, mientras le cuentas historias de dragones y superhéroes en las sombras chinescas de la pared. Al fin y al cabo, si alguien no tiene la culpa de la obsolescencia de las termoeléctricas, es ese pequeño de seis años, quien se duerme por enésima vez sin hacer la tarea de la escuela.
“Ay, por Dios, el mes que viene —recuerdas— también le quitarán la leche”.